La tecnología. Una parte sumamente importante de nuestro entorno y nuestras vidas. Desde que nos levantamos hasta que caemos rendidos de nuevo en la cama vivimos rodeados de miles de manifestaciones tecnológicas que están ahí para hacernos la vida más fácil. O para que aprovechemos más el tiempo. O para que estemos conectados con los que tenemos lejos. O para que podamos trabajar desde casa sin desplazarnos.
La tecnología ha hecho que nuestra calidad de vida, tanto desde el punto de vista personal como colectivo, haya dado un salto enorme. Pero…. ¿podemos dejar en manos de la tecnología nuestro progreso? ¿Podemos confiar en que cada uno de los avances tecnológicos se van a producir con el propósito de que seamos más felices?
Los grandes players, como Google, IBM, Amazon, Samsung… las grandes corporaciones, las marcas más poderosas del planeta, las que periódicamente nos deslumbran con increíbles mejoras respecto a sus propios límites, viven en una constante y descarnada lucha de poder. Se arrancan cuotas de mercado entre ellas como bestias feroces.
Sigo apasionadamente este gran momento tecnológico desde hace tiempo, y hay algo que siempre se repite: los que se atreven a imaginar nuestro futuro como sociedad dibujan escenarios basados en la incorporación de esta exponencial tecnología. Y aquí es precisamente donde veo el peligro. Lo que me incomoda no es tanto su capacidad transformadora, sino el sentido mismo de esta transformación.
Cuando tomas consciencia de que la evolución tecnológica responde a un mercado altamente competitivo, de que esto no va de llevarnos hacia un mundo mejor sino de que vayamos actualizando nuestro parque tecnológico periódicamente, comprendes que dejar el progreso social en sus manos quizás no sea tan buena idea. Porque nadie se ha detenido a pensar en las consecuencias de adquirir tanta tecnología en tan poco tiempo.
Entonces… ¿qué hacemos?
Quizás deberíamos reflexionar acerca de lo que es o debe ser un ser humano, tal como apunta Gerd Leonhard en su libro Tecnología versus Humanidad, pero desde mi punto de vista, la clave hay que buscarla en el diseño. El mundo del diseño siempre ha sido el gran transformador de las sociedades. El diseño lleva intrínseca en su definición la idea de solucionar problemas. Y como dice Dieter Rams en su decálogo, el diseño debe incorporar al tecnología en su pensamiento desde un punto de vista crítico y de aprovechamiento oportunista. Pero no al revés. El diseño es el que debe tomar las riendas del cambio, comprender qué es lo que necesita la sociedad. Servir de algo. Servirle a alguien.
Hoy en día vemos cómo los diseñadores se empapan de tecnología para poder crear diseños y productos adaptados a ella. Y para mí esto es un grave error.
El diseño nace de la empatía. Y la tecnología en cambio nace (al menos hoy en día) de las necesidades de un mercado que requiere autoabastecerse continuamente para seguir existiendo. Sin más fin ni finalidad que éste. ¿Cuándo podremos decir que ya hemos llegado al punto final en lo que a tecnología se refiere? Sencillamente nunca. Y no porque estemos lejos de lo que un ser humano necesita para vivir mejor (eso ya lo hemos superado hace décadas), sino porque siempre se puede hacer un poco más potente, un poco más pequeño, un poco más ligero.
Yo prefiero pensar en un mundo en el que primero pensemos qué queremos ser, dónde queremos ir como sociedad, y que luego empecemos a moldearla, a imaginarla. Y cuando la tengamos diseñada hasta el detalle, y creamos que es ahí donde queremos llegar, entonces le pidamos a la tecnología que nos lleve hasta allí.
Esta es la visión y la reflexión que proponemos a los alumnos del Máster en Comunicación de Marcas. Porque es desde esta perspectiva que conseguiremos ayudar a las marcas a conectar con las personas. Pensando en la tecnología como un medio, y no como una finalidad. Pensando en nuestra responsabilidad de solucionar problemas, no de crear algunos más.