Durante los últimos siglos, la industria ha constituido un sector clave para el desarrollo económico de los países. La expansión de la actividad industrial ha sido trascendental para impulsar la innovación tecnológica, la capacidad exportadora, la sofisticación de los procesos productivos… En definitiva, ha sido clave para aumentar el crecimiento económico. Los efectos de las distintas revoluciones industriales, además, han ido más allá de lo estrictamente económico, y han impulsado importantes cambios a nivel social y demográfico, como la generación de una amplia clase media o un aumento de la población. Por tanto, no es de extrañar que la pérdida de peso que muestra la industria desde hace varias décadas sea fuente recurrente de preocupación.
El esquema de Fischer-Clark proporciona un marco conceptual que resulta útil para aproximar los ciclos de la sectorialización económica de un país a lo largo del tiempo. La intuición de dicho marco es, en esencia, como sigue. En las fases más tempranas del desarrollo económico, las actividades agropecuarias aglutinan la mayor parte de la población ocupada; seña de identidad de las sociedades preindustriales. A medida que los avances técnicos en las actividades industriales incrementan la capacidad de producción del sector, la intensidad del empleo agrícola pierde peso, al tiempo que las manufacturas van copando cada vez una mayor proporción del empleo total. El proceso de industrialización avanza, se hace más complejo y lleva a la industria a consolidarse como el motor más importante de la estructura productiva de la economía (en términos de empleo y PIB); si bien por poco tiempo. Durante esta fase de desarrollo de la industria es cuando surgen las sociedades industriales, a finales del siglo XIX y principios del XX, en la mayoría de los países que hoy conforman el bloque avanzado. A partir de este punto, el factor tecnológico adquiere una importancia creciente y las ganancias de productividad del sector manufacturero se aceleran. A medida que este patrón se consolida y el nivel de renta de los trabajadores se eleva, aumenta el peso de las actividades ligadas al sector de los servicios, como las relacionadas con el ocio, la sanidad y la educación. El aumento de la demanda de servicios se debe, en parte, a su elasticidad-renta, que acostumbra a ser mayor que en el caso de los bienes manufacturados. De esta forma, los servicios se erigen en el principal sector de actividad de la economía, rasgo distintivo de las sociedades postindustriales.
En el gráfico se reproduce el esquema de Fischer-Clark para el caso de EE. UU., aunque el mensaje de fondo puede extenderse al resto de países desarrollados. El peso del sector secundario en EE. UU. ha pasado de representar cerca del 30% del PIB a mediados del siglo XX a poco más del 11% en 2015. Una tendencia muy similar a la que se observa en términos de empleo: del 35% del número total de ocupados a mediados del siglo XX ha pasado al 10% en la actualidad. No obstante, cabe señalar que el descenso secular de la industria responde a la interacción de múltiples factores y que algunos de ellos introducen matices importantes a la hora de cuantificar la pérdida «real» de la industria en términos de PIB y de empleo. Los cambios productivos y organizativos que han tenido lugar en este sector y el creciente grado de interdependencia entre industria y servicios (fenómeno conocido como serviindustria) son algunos de los aspectos más relevantes, tal y como se detalla en el artículo «¡La industria ha muerto! ¡Larga vida a la industria!» de este mismo Dossier.
Una de las cuestiones de mayor alcance que subyacen al fenómeno de la desindustrialización es si conlleva un cambio hacia un nuevo orden económico, social e incluso demográfico. En este sentido, a lo largo de la historia se han producido puntos de transición que han desembocado en cambios drásticos respecto al statu quo prevaleciente en cada momento. Uno de ellos es la Revolución Industrial, que tuvo origen en la Gran Bretaña de la segunda mitad del siglo XVIII y que tiene como principales señas de identidad la mecanización de la industria textil y el desarrollo del sistema de producción fabril (en sustitución de los métodos descentralizados de producción doméstica). Como es bien sabido, el impacto de estos desarrollos tecnológicos fue formidable a lo largo de las décadas siguientes. En primer lugar, se produjo un hecho histórico tan relevante como el surgimiento de la clase media obrera. En segundo lugar, y ligado a este último punto, el régimen demográfico mundial cambió de forma radical. La población experimentó un crecimiento muy notable y dobló su tamaño en los 100 años posteriores a la Revolución Industrial, hasta los 1.240 millones de habitantes en 1850. Ello contrasta con la dinámica languideciente del crecimiento poblacional predominante hasta entonces.1 Además, las empresas manufactureras se aglutinaron en las ciudades para estar cerca de sus proveedores y de sus clientes, lo que redujo los costes de transporte tanto de los bienes intermedios como de los bienes finales. Estas economías de aglomeración motivaron la proliferación de barrios industriales en muchas ciudades en el siglo XIX, como fue el caso del East End londinense o del Poblenou barcelonés. Entre el último tramo del siglo XIX y los primeros compases del siglo XX, tuvo lugar la Segunda Revolución Industrial, que introdujo en el proceso productivo la cadena de montaje, el concepto de producción de bienes a gran escala, y que tuvo a la electricidad y a los combustibles fósiles como singularidades destacadas. El proceso de urbanización se intensificó, el crecimiento de la población se aceleró extraordinariamente y la conciencia de clase obrera se consolidó.
Ahora que la tendencia a la baja de la industria es un hecho difícil de rebatir, su influencia en ámbitos tan relevantes como la demografía, el papel de las ciudades o la desigualdad vuelve a cuestionarse. Respecto a la demografía, aunque el descenso de la tasa de natalidad ha coincidido con la caída del peso de la industria, especialmente en los principales países desarrollados, la relación no parece causal. De hecho, el descenso de la tasa de natalidad está más ligado al cambio de preferencias y necesidades que se produce a medida que el nivel de desarrollo económico es más elevado.
Por lo que a las ciudades se refiere, si bien es cierto que su crecimiento estuvo íntimamente ligado al desarrollo de la industria, ya que ello facilitó la reducción de los costes de transporte, ya hace varias décadas que su rol ha cambiado notablemente. En una economía crecientemente terciarizada, las ciudades juegan un papel muy importante en la provisión de servicios de ocio y en la creación de un mercado de trabajo más denso, lo que ayuda a hacerlo más eficiente y más propicio para la generación y la difusión de ideas innovadoras.2 Por tanto, todo apunta a que el proceso de urbanización continuará en las próximas décadas independientemente del menor peso de la industria.
La consideración respecto al aumento de la desigualdad, o el menor peso de la clase media, es distinta. En este caso, sí que parece que hay cierta conexión entre el aumento de la desigualdad que se ha observado dentro de los países a lo largo de las últimas décadas y la pérdida de peso de la industria. Ante todo, cabe tener presente que la industria, como otros sectores económicos, se halla inmersa en una profunda metamorfosis por la irrupción de las nuevas tecnologías, como la digitalización de los procesos productivos, el desarrollo de la inteligencia artificial y la robotización, las nuevas posibilidades de producción asociadas a la impresión 3D o la explotación del big data, entre otras. Todos estos avances, sigilosos en esencia pero poderosos en intensidad, dan lugar a lo que se conoce como Industria 4.0, y conllevan un profundo cambio en el perfil de los profesionales que trabajan en el sector. Así, si en su origen la industria ocupó a un gran número de trabajadores provenientes del sector agrícola sin que precisaran de mucha formación, ahora los ocupados en el sector cada vez presentan un nivel educativo más elevado. Este elemento es indispensable para aprovechar al máximo las oportunidades que las nuevas tecnologías ofrecen. En cambio, las tareas más mecánicas o repetitivas, que solían ser desarrolladas por trabajadores con un salario medio, están siendo sustituidas por robots o procesos mecanizados. Como se comenta en el artículo «La nueva política industrial: retos y oportunidades» del presente Dossier, el reto de política económica que estos cambios conllevan es de primera magnitud.
En definitiva, no cabe duda de que se debe trabajar para impulsar los avances que traerán consigo la Industria 4.0 y la servicio industrial y minimizar, al mismo tiempo, las repercusiones que puedan emanar del nuevo paradigma industrial. El reto para la política económica no es menor; la amenaza tampoco.